Tío Frank es una de esas películas que se sostienen gracias a la centenaria tradición actoral del cine estadounidense: naturalista, siempre creíble, muchas veces potente. Incluso a pesar de los pasos en falso de la narración y de una tendencia a la “agendititis” que va in crescendo a partir del segundo acto. Esa agenda temática está ligada a la condición homosexual del protagonista, el tío Frank del título, un profesor universitario que vive en la cosmopolita y tolerante Nueva York a comienzos de los años ’70, pero que nació cuatro décadas antes en un pueblito de Carolina del Sur poco amigable con las “desviaciones” sexuales. De eso no se habla durante los primeros minutos del film de Alan Ball (showrunner de Six Feet Under y guionista de Belleza americana), cuando la mirada es la de la joven Betty (Sophia Lillis), una chica de 14 años muy despierta e interesada en la literatura que no logra comprender las razones por las cuales el padre de Frank trata a su hijo de manera tan fría y distante. Corte a unos años más tarde, con Betty convertida en Beth –un cambio de nombre que parece frívolo pero esconde varias necesidades– e instalada en la Gran Manzana para iniciar sus estudios universitarios.
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